EMOCIONANTE HISTORIA DE UN MARINO
—Buenas noches en el nombre
de Dios. Sabéis, hermanos, que cuando os reunís con los elevados
propósitos que lo hacéis vienen a oíros y oírnos infinidad de seres del
espacio que están sedientos de conocer y estudiar las inspiradas
palabras que Dios pone en boca de sus hijos. Ese es el caso de esta
noche.
Entre los muchos de estos hermanos que asisten esta
noche hay uno que tiene algo de luz, de sabiduría y mucho de fe y
entendimiento, que os suplica hagáis la caridad de oírle unos momentos,
ya que lo que os quiere contar está relacionado con el estudio del poder
de la intuición y la plegaria que estabais desarrollando.
—Con mucho gusto le oiremos —dícesele.
—Dios os lo pague. Dejo paso a este hermano.
—Que la luz esplendorosa del Todopoderoso os acompañe cuando divulguéis
las verdades que conocéis. Nunca tienen los seres más pureza que cuando
saben elevar las plegarias a Dios, ya que si en ellas han puesto todo
su empeño, su voluntad, su cariño y todo su poder de luz, en esa cuantía
es oída la súplica y en esa cuantía es remediado el mal que solicita
amparo o perdón. Nunca se engrandece más el ser, aunque esté encarnado,
que cuando se arrodilla y, mirando con su alma hacia las grandiosidades
del infinito, pide al Todopoderoso, según su imaginación y modalidad
religiosa, para alcanzar su perdón, su amparo o su ayuda.
Su
alma se engrandece y eleva, y también eleva a los que están junto a
ella, toda vez que el bien se extiende a los demás cuando se ha recibido
puro y en gran cantidad. Si os cansara, decírmelo.
—Al contrario, te oímos con mucha atención —se le contesta.
—Una de mis encarnaciones en el planeta Tierra fue en el siglo pasado.
Era hijo de unos pescadores de un pueblo que se llama Betanzos, en el
norte de vuestra patria. Desde pequeño me entusiasmaba mirar al mar. No
solamente por razón del oficio de mi padre, sino porque yo notaba, sin
poder explicármelo, lo que me enamoraba y atraía aquella grandeza.
Bastantes tardes, cuando a fuerza de muchos ruegos, me llevaba mi padre
en la barca a pescar, para mí era un acontecimiento extraordinario. Me
quedaba mirando el horizonte, donde parece ser que se besan el mar y el
cielo y, sin saber explicármelo, concebía la magnitud de aquella
manifestación del poder divino. Cuando veía aquel torrente de luz que
procedente del astro rey se estrellaba en las embravecidas olas, mi alma
se ensanchaba, se engrandecía, quería penetrar en aquellas olas y
confundirme con el agua y los rayos maravillosos que producían aquel sin
igual espectáculo. Cuando me quedaba en tierra tenía la costumbre de ir
a sentarme sobre unos acantilados, desde donde observaba el movimiento
bullicioso y elegante, podríamos decir, de las olas en su trajín eterno.
Cada vez me extasiaba más mirando cuando el sol rompe la quietud del
agua y los cambiantes de luz me obligaban a cerrar los ojos, porque no
podían mirar tanta luz y tanta grandeza.
Cada vez más
entusiasmado, comencé a estudiar en la escuela algo de cartografía,
según se podía estudiar entonces. Mi padre veía en mí no un pescador,
sino un marino. Muchas veces, paseando por la fina arena, cuando venía
de vez en cuando a besar mis pies alguna ola tranquila, elegante y
señorial, me daban intenciones de arrojarme al mar y captar en sus
profundidades, de una forma más clara y patente, la obra incomparable de
Dios.
—Voy a aligerar mucho mi relato porque me estoy extendiendo demasiado.
—Al contrario, nos parece muy amena tu narración. Continúa, hermano.
Por fin llegó mi hora. Un día me llevó mi padre a un puerto que llamáis
La Coruña, y me enroló de grumete en un mercante australiano. Mi primer
viaje —no me da pena decirlo— me entristeció un poco al ver lo pequeño
que yo era y lo grande que era aquel camino inmenso e interminable que
surcaba el barco. Las operaciones de los grumetes ya las conocía.
Fui poco a poco estudiando el movimiento. Me fijaba muchísimo en las
maniobras marineras, y cada vez más entusiasmado, más dichoso, me
consideraba feliz con mi profesión, que era la que sentía mi alma. Al
cabo de algunos viajes y de algunos años llegué a mayor. La enseñanza
que había adquirido me sirvió mucho. Los capitanes que veían en mí que
abrazaba con toda mi alma la profesión de marino, también se esforzaban
en que conociera a fondo todos los secretos de la navegación. Pasé a una
escuela, donde aprendí la Cartografía marina y demás conocimientos, y,
resumiendo, llegué con el tiempo, mi experiencia y mis estudios a mandar
un buque. Ese buque se llamaba «La Estrella Matutina». Nuestra misión
era viajar desde España a América transportando víveres y trayendo de
América los productos necesarios para nuestra patria. En mi vida de
capitán supe siempre comportarme fielmente con los hombres a mi órdenes.
Fui caritativo y severo, siempre correcto y respetuoso con su humildad
para que ellos respetaran mi rango y mi cargo en el buque.
En
uno de mis viajes a América, cuando estábamos pasando las costas de
Terranova, vino una niebla densísima que me obligó a subir al puente, en
donde estuve siete u ocho horas examinando lo que podía examinar del
horizonte, observando los aparatos, que mal decían u orientaban la
dirección, atisbando en todas direcciones cualquier señal o luces, como
hacen todos los capitanes en estos casos tan difíciles. Cuando más
preocupado me hallaba en mis observaciones vino el contramaestre a
decirme:
—Mi capitán: siento mucho tener que comunicarle una mala noticia.
— ¿Qué ocurre? —pensé en alguna vía de agua o algo grave.
—Mi capitán, es que de los 32 hombres que componen la tripulación, 22
han comido unas conservas que estaban echadas a perder y están
envenenados. El médico dice que es muy difícil salvarles porque ni
tenemos medios ni medicinas convenientes, ni estamos próximos a dónde
conseguirlas.
Yo, hermanos de mi alma, me quedé estupefacto. El
sudor brotaba de mi frente más copioso que el agua fría con que me
envolvía la niebla.
Subió el médico y me dijo: «Señor capitán,
los hombres se mueren. Es preciso andar más de prisa y llegar a Quebec
(Canadá), donde hay un hospital y podríamos salvarles.»
Yo,
mirándoles, les dije: « ¿Cómo queréis que vayamos de prisa si la niebla
nos aprisiona, si el buque no puede navegar, si las máquinas están medio
paradas porque tememos chocar o tropezar con un arrecife, porque vamos a
lo imprevisto y la «rosa de los vientos» no señala el rumbo como
debiera y la densidad de la niebla es cada vez mayor?»
Entonces, en medio de gran desesperación por la situación tan difícil en
que nos encontrábamos, bajé a mi camarote (yo siempre he sido creyente,
continuamente he elevado mis plegarias a JESÚS para que El, mucho más
puro que yo, las elevara al Todopoderoso). Allí, con el fervor de toda
mi alma, me arrodillé y fue mi plegaria la siguiente: «JESÚS mío
poderoso; Ser bendito, Hijo santo predilecto del Todopoderoso, Tú que
siempre has sido mi guía; en las grandes tempestades, en los terribles
tifones e imponentes tornados, siempre he recurrido a Ti y has salvado a
mi barco y a los hombres que han estado bajo mi amparo y dirección.
¡¡Ampárame, Jesús mío, que podamos llegar a Quebec pronto y se salven
estos hombres inocentes!!»
Terminé mi plegaria, en la que puse todo mi fervor y toda mi fe...
Y sentí una voz clara, terminante, pero con una melodía divina y dichosa, que me dijo:
—Sube y da la orden de que pongan el barco a toda máquina y dile al timonel que no se alarme.
Como lo oí, hermanos de mi alma que me estáis oyendo, subí y di la
orden. El contramaestre, los oficiales y los maquinistas creyeron que me
había vuelto loco, porque cuando se navega con niebla, lo más fácil es
chocar o encallar.
Con gran autoridad, exclamé: «He dicho a toda máquina el buque!!», grité.
Empezamos a correr vertiginosamente. El timonel me llamó, asustado: «Mi
capitán, mi capitán, el timón no obedece, el rumbo lo pierde, vamos a
estrellarnos!!»
Entonces le dije yo humildemente: «Calla y obedece a Quien lo lleva, que tú lo que haces es aparentemente tu trabajo.»
Pasó una hora. Atravesamos los densos bancos de niebla a toda
velocidad. Pudimos llegar doce horas antes a Quebec, desembarcar los
enfermos, llevarlos al hospital y, allí, ya atendidos por los médicos y
con los medios y medicación adecuada, a los ocho días estaban todos a
salvo. La plegaria había sido oída por el Divino JESÚS, que la había
transmitido al TODOPODEROSO.
Adiós, hermanos de mi alma, y que Dios os bendiga a todos. —Gracias, hermano, nos agradaría conocer tu nombre.
—Mi nombre fue Salvio Martínez; mi buque, «La Estrella Matutina».
Desde La Otra Vida
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